Si el inicio de la urbanización se define a partir del auge de la revolución industrial (Osaki, y otros, 2011), significa que menos del 0,01% del tiempo de nuestra historia evolutiva ha estado en el entorno moderno y el 99,99% de la historia de la especie humana ha estado ligada a los ambientes naturales (Chorong Song, 2015).
La abrumadora diferencia refleja una importante consecuencia, nuestra funciones fisiológicas -como especie- están mejor adaptadas a los espacios naturales que a las metrópolis y ambientes artificiales siendo estas las principales causas de los estados de estrés de la sociedad moderna (Song, Ikei, & Miyazaki, 2016).
Sin embargo, a partir de los años 60 se desarrolla una aproximación al problema ecológico, específicamente en lo referente al diseño urbano y a la protección de las zonas verdes (Laurie, 1979), luego en la década de los 80, el psicólogo estadounidense Craig Brod, acuña el término de “Tecnoestres”, Brod (1984) citado por Song, Ikei, & Miyazaki (2016). Pero en las cuatro últimas décadas -por un lado- se evidencian nuevas formas tecnológicas que exponen a las personas a más elementos artificiales y que terminan contribuyendo a la exacerbación de los niveles de stress y -por otro- el creciente interés hacia las áreas silvestres o ambientes de bosques, debido a su atmósfera apacible, hermosos paisajes y aire fresco, se han convertido en lugares de terapias producto de los múltiples estímulos naturales, contribuyendo así a mejorar la salud de las personas (Frumkin (2001); citado por Park, et al. (2009)).
A tal punto llegó esta comprensión que en 1982 el Ministerio de Agricultura, Forestal y de Pesca japones acuñó el término Shinrin-yoku, el cual se refiere a caminar por la foresta o como baño de bosque y que puede ser definido como el contacto con la atmósfera del bosque para su asimilación, lo que en definitiva conduce a un estado de relajación mental y física del individuo, razón por la cual dicha actividad es considerada como la acción más extendida respecto de la asociación de los bosques con la salud humana (Park, et al., 2009).
Esto ha generado diversos estudios que demuestran los efectos positivos que tienen las terapias de bosque ya que calman el ritmo cardíaco, bajan la presión arterial, reducen la producción de hormonas del estrés y activan el sistema inmunológico, mejorando la sensación de bienestar, según lo demostraron los autores Eva Selhub y Alan C, y Logan en su libro Your Brain on Nature (citado por (Consuelo, 2109)).
Otros estudios como el realizado en 70 mujeres japonesas -en un rango etario entre 50 y 70 años- cuyos resultados demostraron bajos niveles de cortisol y pulso cardiaco después de haber sido sometidas a terapias de bosques (Achiai, y otros, 2015), son coincidentes con los resultados obtenidos por Park et al (2009) que mostraron que aquellos pacientes entre 19 y 23 años que fueron sometidos a experiencias en entornos forestales presentaron menores concentraciones de cortisol, menor pulso cardiaco, menor presión arterial y una mayor actividad nerviosa parasimpática y menor actividad nerviosa simpática que aquellos pacientes que se sometieron a entornos urbanos.
Estudios de mayor profundidad han revelado -por un lado- como el número de linfocitos T asesinos y las proteínas anticancerígenas intracelulares aumentan en personas que han estado expuestas a sustancias aromáticas (fitómidos) como el α-pineno y β-pineno que produce el Chamaecyparis obtusa, un tipo de ciprés común en los bosques japoneses (Li, Kobayashi, & Wakayama, 2009) y por otro, como las caminatas por bosques disminuye la presión arterial y la frecuencia cardiaca (Juyoung Lee, 2014) debido al efecto que se produce sobre el sistema nervioso autónomo sobre pacientes hipertensos (Chorong Song, 2015) quienes declararon que la experiencia de caminar por el bosque aumentó sus sentimientos de comodidad, relajación, naturalidad y vigor, disminuyendo la ansiedad, la tensión, depresión, hostilidad, fatiga y confusión. Ocurriendo todo lo contrario en ambientes urbanos (Chorong Song, 2015).
Los importantes resultados obtenidos a través de las numerosas investigaciones desarrolladas en el ámbito de la “forest therapy” han permitido tomar decisiones importantes en algunos centros de recuperación para el estrés, tal es el caso del Jardín de Rehabilitación Alnarp en Suecia, donde las personas que padecen enfermedades relacionadas con el estrés son rehabilitadas mediante la terapia de jardín a través de tres factores de importancia primordial, las impresiones sensoriales, los lugares elegidos en el jardín y las interacciones entre actividades concretas simbólicas, debido a que el entorno del jardín tiende a “preparar, recibir y abrir” a los participantes antes y después de los elementos terapéuticos (Adevi & Lieberg, 2012).
Experiencias similares se están desarrollando en nuestro país, como en el hospital del Salvador de Valparaíso que inauguró el 22 de junio del 2018 un jardín terapéutico para la Unidad Infanto Juvenil de corta estadía que permite potenciar las terapias realizadas en esta unidad. El diseño se basó en el diagnóstico y las necesidades terapéuticas definidas por los especialistas, lo que permitió la creación de un espacio terapéutico amable y acogedor que potencie las actividades de psicomotricidad fina y los juegos al aire libre, en conexión con elementos naturales como; aroma, viento y olores, incitando a la relajación y contemplación, tanto para los pacientes como familiares (Cosmos, 2019).
Proyectos de la misma índole se han desarrollado en otros centros hospitalarios como el Sanatorio Marítimo de Viña del Mar, Hospital Clínico San Borja Arriarán y Hospital del Salvador, ambos en la ciudad de Santiago, demuestran que la actividad del Shinrin yoku -iniciada en 1982 por el estado japonés- es una acción concreta que contribuye de forma importante a la salud pública, no sólo desde el punto de vista netamente terapéutico, sino que el contacto con los entornos silvestres, parques o jardines genera una terapia clínica no farmacológica que reduce los costos de hospitalización (Park & Mattson, 2009).
En síntesis, los espacios naturales o las áreas silvestres devuelven un accionar fisiológico que reconstituye una relación evolutiva del hombre con su entorno natural, el que se extravió del momento que las urbes perdieron su vínculo con los entornos naturales, por lo tanto resulta relevante situar en el centro de la ciudad el equilibrio y la dinámica de la naturaleza en contraposición a estaticidad vinculante de los artefactos (Bettini, 1997).
De este modo, iniciativas como el laboratorio vegetal, que buscan incorporar los espacios silvestres característicos de la región a los bienes de uso público, no sólo permiten caracterizar biogeográficamente a las urbes o recomponer su patrimonio genético natural, sino también proporcionan mejores estados de salud para sus habitantes como una estrategia de medicina preventiva.
Salvador Donghi, Biólogo PUCV
Bibliografía
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